Rigoletto: Cadena de abusos
Bilbao, 17/02/2024. Euskalduna Jauregia. 72 Temporada de ABAO Bilbao Opera.
Rigoletto, Melodramma en tres actos de Giuseppe Verdi. Libreto de Francesco Maria Piave, basado en Le roi s’amuse de Víctor Hugo. Estreno: Teatro La Fenice di Venezia, 1851.
Rigoletto – Amartuvshin Enkhbat; Gilda – Sabina Puértolas; Il Duca di Mantova – Ismael Jordi; Maddalena – Carmen Topciu; Sparafucile – Emanuele Cordaro; Il Conde di Monterone – Fernando Latorre; Giovanna – Marifé Nogales; Mateo Borsa – Josu Cabrero; Marullo – José Manuel Díaz; Il Conte di Ceprano – Gexan Etxabe; La Contessa di Ceprano – Ana Sagastizabal; Un paggio – Olga Revuelta; Un usciere – David Aguayo; Bilbao Orkestra Sinfonikoa; Coro de Ópera de Bilbao; Dirección C.O.B. – Boris Dujin; Dirección musical – Daniel Oren; Asistente de dirección musical y Dirección de banda interna – Pedro Bartolomé; Dirección de escena – Miguel del Arco; Asistente de dirección de escena – Pablo Ramos Escola; Escenografía – Sven e Ivana Jonke; Vestuario – Ana Garay; Iluminación – Juan Gómez-Cornejo; Asistente de iluminación – David Hortelano; Coreografía – Luz Arcas; Maestros repetidores – Itziar Barredo e Iñaki Belasco; Producción – ABAO Bilbao Opera, Teatro Real, Teatro de la Maestranza y New Israeli Opera de Tel Aviv.
Nora Franco Madariaga/
El siglo XXI avanza, acercándose ya a cumplir su primer cuarto, y seguimos tropezando en las mismas terribles piedras. Seguimos viendo en las portadas de los periódicos y en los programas de televisión casos de abusos donde, a veces, el sexo es el fin y, otras –la mayoría–, un simple método de dominación. Abusos de ricos, de políticos, de poderosos, de entrenadores, de curas y profesores… Abusos de, simplemente, abusadores, que lo son porque pueden serlo.
Y en Rigoletto todo es abuso, todo es dominio, en una cadena sin fin: del duque, porque tiene el poder, pero también de sus amigos y cortesanos, que intentan igualarse a él sintiéndose respaldados y justificados en sus acciones; y, más trágicamente aún, de Rigoletto, que, sirviéndose de su posición de bufón –y también obligado por ella– devuelve el abuso que sobre él se vierte en quien primero muestre una mínima muestra de debilidad. Abusadores que lo son porque –o cuando– pueden serlo, porque son el siguiente eslabón de la cadena. Pero abusadores al fin.
Ahora bien, ¿cómo abordarlo? ¿Son Verdi y su libretista Piave suficientemente claros? ¿O hay que ser aún más explícitos? El regista Miguel del Arco parece ser partidario de incidir sobre este abuso, de (sobre)escenificarlo. Y ya está montado el lío porque, en este siglo XXI, además de los abusos, seguimos manteniendo viejos y arraigados malos hábitos como el puritanismo, la doble moral, o el paternalismo –no nos privamos de nada–. Puritanos quienes se escandalizan afectadamente por ver unos desnudos femeninos y unos movimientos procaces en escena, como si la época del destape no hubiera ocurrido hace casi cincuenta años. Doble moral la de quien critica lo innecesariamente obsceno de la escena mientras se excita en la oscuridad de su butaca. Y paternalismo el de quien cree que las mujeres necesitamos de alguien que venga a poner de manifiesto ese abuso, utilizando –paradójicamente– el cuerpo de las mujeres a quienes defiende para hacerlo.
Dicho todo esto, el siglo XXI también es el de la información y el de la aldea global, y el revuelo que produjo el estreno de este Rigoletto de Miguel del Arco en el Teatro Real el pasado diciembre había llegado ya aquí, animando, sin duda, la expectación y el morbo por verlo en Bilbao. Algunos lo esperaban con los cuchillos afilados y la mayoría con simple curiosidad, pero, como suele pasar con estos escándalos en diferido, el público salió del estreno con la sensación de que no había sido para tanto alboroto como se montó en Madrid. Y es que, afortunadamente, hay cosas que ya no escandalizan a casi nadie.
También es verdad que, en el caso de ABAO, la calidad musical fue tal que hubiera eclipsado cualquier puesta en escena, por muy llamativa que fuese. De hecho, uno de los protagonistas más destacados de la velada fue el director musical Daniel Oren, que consiguió no solo una versión muy coherente, completa y cohesionada de la ópera, sino que escogió unos tempi muy acertados, controló en todo momento cuanto pasaba en foso y escena –e incluso en patio de butacas–, manejó equilibrios y obtuvo una riqueza de matices, texturas y planos sonoros extraordinaria. Todo un Maestro concertador que obtuvo una de las veladas operísticas más memorables en términos musicales de los últimos tiempos.
La Bilbao Orkestra Sinfonikoa le respondió con maestría, firmando una velada de altura. Podría extenderme cantando las alabanzas de cada sección –bien merecidas–, pero si algo destacó de su ejecución fue, precisamente, su unidad, su empaste, su capacidad de funcionar como un único y mágico instrumento.
También lo hicieron todos los cantantes que pisaron las tablas del Euskalduna, desde el coro masculino, con empaque, enérgico y resuelto, pasando por todos los pequeños papeles hasta llegar a los roles principales. Bien David Aguayo, Olga Revuelta, Gexan Etxabe y Ana Sagastizabal en sus fugaces pero estimables intervenciones; también el temple de Josu Cabrero como Mateo Borsa, la voz gentil y serena de Marifé Nogales como Giovanna, el brillo decidido de José Manuel Díaz como Marullo y el cálido lirismo de Fernando Latorre como Conte di Monterone.
Emanuele Cordaro presentó un Sparafucile de voz algo más clara de lo que suele ser habitual en este papel, pero que interpretó con credibilidad y resolvió con suficiente acierto esas esperadísimas notas del extremo grave. La mezzosoprano rumana Carmen Topciu sorprendió con una Maddalena compleja y bien construida dramáticamente, de voz corpórea, registro homogéneo y oscura belleza. El tenor jerezano Ismael Jordi encarnó un Duque de Mantua menos frívolo y libidinoso, pero más altivo y déspota, con una voz natural, elegante y rica en colores que dibujaron un personaje muy interesante; con mucha inteligencia, aprovechó las sutilezas orquestales de Oren para conformar un canto ligero, libre y cómodo que le permitió pianos y filados de exquisito gusto, además de un registro agudo sin aristas ni notas comprometidas.
Y si hasta aquí todo habían sido aciertos, donde se destapó el frasco de las esencias fue con la pareja protagonista. Sabina Puértolas cantó una Gilda inmaculada, de espléndida actitud teatral y delicioso canto, que evolucionó desde la niña tiernamente enamorada del comienzo hasta la mujer decidida rota de amor del final; además de su personal timbre, sobresalió su esmerado fraseo, su delicada línea y su desbordante talento, dejando para el recuerdo un emocionante “Caro nome”. El barítono mongol Amartuvshin Enkhbat convenció desde su primera nota, con una voz oscura pero con mucho metal, timbrada, de técnica impecable y apabullante dominio lírico; de presencia escénica algo fría –no tanto estática como contenida–, lo compensó con creces con una voz de enorme expresividad y una esmeradísima prosodia que deleitó al público.
Redondeó la velada la escenografía de Sven e Ivana Jonke, que funcionó a las mil maravillas y aportó novedad, interés y funcionalidad a partes iguales. Respecto a las once bailarinas que tanto han dado que hablar con sus sicalípticos y espasmódicos movimientos –de intachable y profesional trabajo, vaya por delante–, sólo añadiré que, en una producción de menor calidad musical, seguramente hubieran acaparado mayor protagonismo, pero no fue éste el caso, pasando a un segundo plano que, si bien tenía cierta cabida y justificación dentro del conjunto, podía también haber sido prescindible. Dejémoslo en que, por regla general, lo que no suma, resta. Y que, si hay que abusar de algo en esta ópera, será, sin lugar a dudas, de elogiosos epítetos musicales.