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Joaquín Achúcarro, Caballé-Domenech y la OSE. Fotografía: José Mari Martínez / DEIA
Joaquín Achúcarro, Caballé-Domenech y la OSE. Fotografía: José Mari Martínez / DEIA

Mundoclasico: “Con juvenil efervescencia”

Este artículo fue publicado en www.mundoclasico.com el 28/01/2015

Joseba Lopezortega

Bilbao, 16/01/2015. Euskalduna Jauregia. Joaquín Achúcarro, piano. Orquesta Sinfónica de Euskadi. Josep Caballé-Domenech, director. José María Usandizaga: Obertura sinfónica sobre un tema de canto llano, opus 26. Edvard Grieg: Concierto para piano y orquesta en la menor, opus 16. Sergei Rachmaninov: Sinfonía nº 3 en la menor, opus 44. Aforo: 2164. Ocupación: 100%.

La presencia de Achúcarro en el escenario abruma. Su Grieg es de una hondura y un lirismo resplandecientes. El sonido es tenue, extremadamente cuidadoso y delicado, y la posición de Caballé-Domenech y la Sinfónica de Euskadi de máxima colaboración, que no de ayuda. Achúcarro no es un anciano a quien haya que sostener, ni un pianista en el ocaso a quien se escuche con magnanimidad y reverencial respeto, sino un músico completamente inmerso en Grieg, dominador y eficaz, que ofrece el concierto desde una intimidad casi carnal y en muchos momentos con juvenil efervescencia: más como un espumoso vivo y audaz que como un vino de guarda. Achúcarro hace Grieg con un talento y una inteligencia colosales, pensando no en lo que sus dedos hacen, sino en lo que sus dedos dicen. No domina la partitura, la crea mientras la toca. No descuida los detalles, pero sabe que no son lo más importante de su aportación. Está en otro plano: es un músico grande, no ya un eficaz ejecutante, de los que hay muchos.

El Adagio muestra a un Achúcarro poderoso, preciso y muy compenetrado con la orquesta. El movimiento se convierte en un discurso musical superlativo, fascinante, que va envolviendo al auditorio en una atmósfera de embriagante dulzura y completa entrega. Lo que el tiempo le ha sisado al pianista de precisión se lo ha compensado con creces en musicalidad. El instrumentista, el ya conscientemente humilde y sabio constructor de sonidos, adelanta con clase y lucidez al pianista y se impone, de tal manera que su Grieg resulta incomparablemente más vivo e interesante que el de muchos jóvenes valores que son capaces de tocarlo perfectamente pero que no logran comprender que esa es sólo la base de su trabajo, la condición sine qua non a partir de la que hacer surgir la música. Caballé-Domenech hace una labor excelente y la orquesta brilla especialmente en las maderas, probablemente la sección más destacada en la noche. Después, en el tercer movimiento, tan schumaniano, Achúcarro se muestra pletórico, danzante y casi juguetón, transformado en un pianista prometedor y seductor, abrumadoramente inteligente y con la fortaleza necesaria para poner la música por encima de la interpretación. Una gloria bilbaína y universal, qué duda cabe.

El auditorio estaba embriagado y el lleno era de gala, quizá por esa razón resultaba chocante que en su propia ciudad natal el palco de autoridades estuviera vacío. ¿Era previsible que quedaran clamorosamente vacías esas localidades? No lo sé. ¿Es entendible esa calva en una noche memorable? Pues no, no es entendible, y la afición lo comentaba en el intermedio y al término del programa.

La noche la había abierto la OSE con una breve pieza de Usandizaga, de cuyo fallecimiento se conmemora este año el primer centenario, la Obertura sinfónica sobre un tema de canto llano, compuesta en 1904. La OSE la mostró perfectamente de la mano de Caballé-Domenech. Sencilla, muy bella y bien delineada, resultó un pórtico adecuado para el Concierto de Grieg y reveló las maneras precisas y la concepción ordenada y rigurosa que expondría el maestro a lo largo de toda la noche, especialmente tras el intermedio, ya metido en harina con la Sinfonía nº3 de Rachmaminov.

La Tercera de Rachmaninov no es una sinfonía agradecida, pero sí es ideal para ver trabajar a un maestro y una orquesta. La Sinfónica de Euskadi sonaba muy homogénea y compacta con un maestro a la vez generoso y calculador, preciso, de gran calidad, acaso algo cerebral. El binomio orquesta-maestro parecía cómodo y el primer movimiento, Lento – Allegro moderato, se trató como una unidad casi autónoma en el seno de la sinfonía, como un poema sinfónico, forma musical por otro lado tan querida a los compositores rusos. Caballé-Domenech hizo una lectura straussiana, perfectamente construida, y accedió después a un espacio musical bien diferente en el segundo movimiento, con las cuerdas sumamente precisas y un Alexandre Da Costa que es, sin duda, un concertino más que notable.

Este segundo movimiento, el Adagio, resultó el más complejo e interesante de la sinfonía. De una (in)consistencia diríase ornamental, a la manera de una bóveda en la que poco o nada importara su sustento, Caballé-Domenech se paseaba por una membrana sonora en la que transitaba de dentro hacia fuera y viceversa, fabricándose a voluntad delicados pasadizos y lucernarios. Hizo un trabajo excelente, metódico y desapasionado, hasta que el relato del movimiento cambió: ahora estaba la orquesta sumergida en una intensidad subterránea, densa y casi violenta, y después Da Costa devolvía la música a la superficie, a la aparente normalidad de un relato. Este movimiento, complejo y paradójico, contaba con un Caballé-Domenech capaz de dotarlo de una coherencia extraordinaria, cosa nada fácil, pero el barcelonés era un maestro que se desenvolvía a través de la modernidad huera y forzada del Adagio con la pericia de un explorador experimentado: del alba al atardecer y oído en tierra.

Cerraba la sinfonía y la noche el tercer movimiento, Allegro. Aquí la pretensión de modernidad de Rachmaninov es patentizar por completo su alejamiento de su inevitable poderío romántico, al que debía en buena medida su relativa fama. Pero lo moderno en Rachmaninov no es la carne, sino en el mejor de los casos el atuendo que la cubre. En cierto sentido el Allegro es perfectamente estéril, pero en él la orquesta se exhibe y el maestro trabaja moldeando cada sonido, percutiéndolo como en un ejercicio de mazo y cincel. Escuchar a la OSE fue un gusto, no así escuchar a Rachmaninov, un compositor que me sería insoportable transportado de la música a la literatura. Puedo escucharlo, pero sería incapaz de leerlo. En todo caso una noche grande y de elevado vuelo.

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