
Foto: © 2014 Decca / Universal Music.
DEIA: “Janine y el violín natural”
Asier Vallejo Ugarte
Sociedad Filarmónica de Bilbao. 30-IV-2014. Janine Jansen, violín. Itamar Golan, piano. Obras de Janácek, Schubert, Chausson y Ravel.
Hay espacios enteros en la Sociedad Filarmónica llenos de retratos de artistas que alguna vez, a lo largo de sus más de cien años de vida, actuaron en su sala. Se siente al contemplarlos el peso de la historia, la estela que los grandes (Casals, Cortot, Heifetz, Richter, Rubinstein…) suelen dejar en el aire. Pero hay entre esos retratos nombres olvidados que un día pudieron ser importantes, almas en blanco y negro, cuadros velados por un poso de tristeza, miradas de otra época revividas con la luz tenue de los viejos candelabros. Son la prueba de lo poco que importaba la imagen frente al arte puro a inicios del XX, memorias de un pasado que no volverá, pues las cosas han cambiado y ahora los músicos jóvenes (chicos y chicas) saben que para triunfar en este mundo hace falta más que tocar muy bien.
Janine Jansen (1978) es una de las estrellas del violín actual. Joven, cercana, encantadora, bella como una diosa, ha logrado conectar con nuevos públicos y poner el mundo de la música clásica a sus pies. Por eso había el miércoles en la Filarmónica más caras jóvenes, una efervescencia diferente. Pero en Janine no hay trampas, es una violinista fabulosa y sus discos lo demuestran: cara a cara frente a la historia, ella sale ganando. Eso es lo fundamental y lo que debemos valorar. Detrás de ese rostro angelical hay una técnica y una personalidad que ven y dejan ver las sombras y las aristas de la Sonata de Janácek que abría el concierto. La Fantasía en do mayor D. 934 de Schubert (una obra amplia y rapsódica que sorprendió a sus contemporáneos) puso a prueba su excepcional virtuosismo y en el Poème, op. 25 de Chausson enriqueció aún más el lirismo, tiró de vibrato y prendió fuego a la pasión. La Sonata en sol mayor de Ravel es una estética distinta y en ella transitó por caminos más áridos sin perder ni una sola gota de musicalidad: los Blues del andante fueron raudales de nostalgia y el Perpetuum mobile final un vendaval de notas desatadas con la precisión de un reloj suizo.
Eso sí, no olvidemos que a su lado había un pianista, Itamar Golan, enorme y prácticamente a su altura. La música de cámara no puede ser cosa de individualidades y por eso los grandes tratan de tocar con sus iguales. Pero acababa el concierto y Janine seguía causando furor, también en las dos propinas (Kreisler y Fauré), delineadas con una naturalidad pasmosa, como si tocar el violín fuese la cosa más fácil del mundo.