Budapest Festival Orchestra: Iván Fischer y su je-ne-sais-quoi
San Sebastián, 17/08/2024. Auditorio Kursaal. Budapest Festival Orchestra. Iván Fischer, director. Patricia Kopatchinskaja, violín. Obertura sobre temas hebreos Op. 34 de S. Prokofiev, Concierto para violín y orquesta n.2 SZ. 112 de B. Bartók y Sinfonía n.7 en re menor Op. 70 de A. Dvořák.
San Sebastián, 18/08/2024. Auditorio Kursaal. Budapest Festival Orchestra. Iván Fischer, director. Orfeón Donostiarra; José Antonio Saiz Alfaro, director del coro. Anna Lena Elbert, soprano; Olivia Vermeulen, contralto; Martin Mitterrutzner, tenor; Hanno Müller-Brachmann, bajo. Sinfonía n.38 en Re Mayor KV 504 “Praga” y Réquiem en re menor KV 626 de W.A. Mozart.
Nora Franco Madariaga/
Que la Budapest Festival Orchestra es una formación de gran nivel no es ningún secreto, y que Iván Fischer es un director con gran carisma, tampoco, pero no es lo mismo saberlo que presenciarlo en directo en un concierto singular, como sucedió el sábado 17 en el Auditorio Kursaal dentro del marco de la Quincena Musical.
Como sorpresa inicial, la orquesta estaba colocada en su orden alemán-europeo –con las cuerdas dispuestas de la izquierda del espectador a la derecha en el siguiente orden: violines primeros, violonchelos, violas y violines segundos, con los contrabajos en una hilera al fondo de la orquesta– en lugar del habitual orden americano –violines primeros, segundos, violas, cellos y contrabajos detrás a la derecha–. No debería ser esto algo reseñable, salvo porque la manera en la que se distribuyen los instrumentos en el escenario influye en la acústica del espacio y en la experiencia del oyente, y esta disposición “desconfigura” completamente el recuerdo que de una obra tenga un espectador experimentado –como a muchos les habrá sucedido con la sinfonía de Dvořák–.
Comenzó el concierto con una obra no demasiado habitual, la Obertura sobre temas hebreos de Sergei Prokofiev, una pieza de claro corte festivo judío a la que no le faltó un clarinete klezmer para darle el toque de autenticidad –bravo por el clarinetista de la orquesta, que avanzó hasta la posición de solista junto al podio del director para interpretar con maestría estos pasajes–.
Esta breve pieza de apenas ocho minutos está repleta de gradientes dinámicos y variaciones rítmicas y grandes bloques sonoros que sirvieron, como si del abstract de una tesis se tratase, para enunciar todo lo que se podría escuchar a continuación durante el concierto y que demostraron un control absoluto por parte de Fischer y una compenetración con su orquesta casi intuitiva.
Para la segunda pieza del programa, el Concierto para violín n.2 de Bartók, fue necesario el concurso de la violinista moldava Patricia Kopatchinskaja, una instrumentista extravagante, excéntrica y algo histriónica a la que sus manías y aspavientos eclipsan en demasiadas ocasiones sus dotes interpretativas y técnicas.
PatKop –como le gusta hacerse llamar– comenzó el concierto con un sonido áspero y agresivo, cargando el arco con mucho peso sobre las cuerdas, que evidenció el sonido grave y ancho de su violín. Sin embargo, pronto alternó este sonido con otro mucho más lírico y liviano –aunque también adornó este sonido en algunos pasajes con una forma quejosa de arrastrar las notas, muy afín a su acusada personalidad–. El carácter impetuoso de la obra se vio reforzado por el genio y el innegable virtuosismo de la violinista, cargado de fuerza expresiva, pero también por la destreza de Fischer quien, como si de un arquitecto se tratase, había diseñado un plan preestablecido de construcción de la pieza, que llevó a cabo con absoluto control y dominio.
Tras una merecida ovación, Kopatchinskaja obsequió al público con una curiosa propina –muy acorde a su peculiar carácter–: el Presto en do menor de Carl Philip Emmanuel Bach… para piano, que interpretó con delicados pizzicati junto al solista de violonchelo de la orquesta.
En la segunda parte de este largo y exigente programa se pudo disfrutar del sonido puro de la orquesta, sin distracciones, con la Sinfonía n.7 de Antonín Dvořák, que cerraba un repertorio muy cohesionado, de claro sabor a la vieja Europa. La Budapest Festival Orchestra sonó rotunda, empastada, con un sonido muy elaborado que buscaba una tímbrica y un cromatismo concreto para cada sección, dando mucho protagonismo a voces concretas en cada pasaje –imposible en este punto pasar por alto el sonido poderoso, redondo y vibrante de la cuerda de trombones y la sensación de dolby surround que producían los contrabajos al fondo de la colocación orquestal–.
Esta sinfonía, la más trágica y triste de las del compositor checo, sin embargo, a pesar de su dramatismo, no tiene excesos ni desgarros; se trata más bien de una música contenida, profundamente íntima, conmovedora, intensamente expresiva, nunca asfixiada por el sentimentalismo, aunque Fischer eligió para ella un sonido muy romántico –tanto en sentido estético como histórico–, con mucha más fuerza y pasión de la necesaria que, junto a la poco habitual disposición de la orquesta, aportó una escucha muy infrecuente y poco ortodoxa de la obra.
Iván Fischer dirigió la que es su orquesta desde su fundación hace más de cuarenta años con gesto sencillo y comedido que transformó en un ademán enérgico acompañado de una elocuente corporalidad cuando consideró necesario, obteniendo un excelente pero también desbordante resultado.
Tras una calurosísima acogida por parte del público, la formación húngara sorprendió con una propina, también de Dvořák: el cuarto de los Duetos Moravos, Hoře, interpretado por un doble cuarteto de cuerda y un coro de voces blancas formado por las violinistas de la orquesta –un recurso insólito y simpático que, sin embargo, ya utilizaron en mayo en el Auditorio Nacional de Madrid cantando Abendständchen de Brahms–, dejando claro que Fischer domina a su orquesta hasta el punto de hacerla bailar con los ritmos klezmer o cantar, si lo cree necesario.
Y si el sábado 17 escuchábamos a la Budapest Festival Orchestra en todo su esplendor romántico, el domingo 18 pudimos disfrutarla en un contexto clásico totalmente diferente, con un programa dedicado íntegramente al genio de Salzburgo.
De nuevo con la misma disposición alemana-europea del día anterior, pero con los contrabajos abandonando el fondo orquestal para colocarse en una posición más ortodoxa tras y junto a los violines primeros, de modo que el contraste entre cuerdas graves y agudas sirviera para un mayor y mejor equilibrio sonoro, el concierto comenzó con la Sinfonía n.38 en Re Mayor, conocida habitualmente como “Praga” –aunque no hay ninguna evidencia de que su composición tuviera algún tipo de relación con la capital checa–.
Además del orden –al que Fischer otorga tanta importancia–, el tamaño de la orquesta también era mucho menor que el día anterior, ya que una sinfonía clásica no requiere un gran número de instrumentistas, ni por orquestación ni por estilo. Aun así, en el primer movimiento de la sinfonía la formación húngara sonó rotunda y sin afectaciones y, aunque el sonido de esta orquesta y, sobre todo, su volumen hacen pensar en un atleta pasado de esteroides, no es menos cierto que este primer movimiento presentó todos los contrastes dinámicos, todos los diálogos interseccionales, todos los fraseos y cada una de las articulaciones necesarias y deseables, con estricta rigurosidad por parte de Fischer, que requiere una sinfonía de Mozart minuciosa y cuidada.
El segundo movimiento, Andante, con un sonido menos intenso, recuperó esa delicadeza, esa elegancia y cierto jugueteo que se espera de un Mozart, dejando apreciar mejor el gesto más amable y cuidado del director. El tercer movimiento fue el que más se ajustó a un Mozart canónico en su interpretación: vivaz, contradictorio, espontáneo y vital, muy vital, que, sin perder la pulcritud clásica, tuvo en todo momento el sello personal de Fischer.
Lástima que, con el Kursaal prácticamente lleno, el acompañamiento de toses, consiguientes caramelos, algún pie llevando el compás y el tintineo de las pulseras que se mueven con el batir de los abanicos –además de un leve pero exasperante pitido de origen desconocido que nos acompaña en la sala del Auditorio, al menos, tanto como llevamos de Quincena– fuera constante.
Tras la pausa, la disposición de la orquesta se acomodó de nuevo con una variante sorprendente, en una especie de doble coro a ambos lados de un órgano positivo, con violines primeros, violoncellos y contrabajos a la izquierda del espectador, y violines segundos, violas, otro contrabajo, trompetas y timbales a la derecha, maderas al frente, y los tres trombones al fondo distanciados entre ellos, en una curiosísima colocación que, sin embargo, se ajusta perfectamente a la escritura musical, sonoridad y reparto de voces.
Los solistas, desde su posición entre los trombones, fueron, seguramente, el elemento más débil de la velada: el tenor Martin Mitterrutzner cantó con exquisito fraseo y apropiado timbre, pero su emisión no fue homogénea, desluciendo el resultado; la mezzosoprano holandesa cantó con gusto y elegancia, luciendo un color cálido y aterciopelado, aunque con discreción; el bajo-barítono alemán Hanno Müller-Brachmann mostró un agradable registro grave y facilidad en el resto de la extensión, pero sorprendió su emisión, algo plana y ligeramente abierta; de forma similar, la soprano Anna Lena Elbert cantó con voz clara y tintineante, pero le faltó vuelo en los agudos, rozando la afinación en varias ocasiones, probablemente por estar ambos –bajo y soprano– más acostumbrados a la música históricamente informada –como se le llama ahora a lo que siempre se le había denominado como música antigua–, con otra afinación y otra técnica de canto.
El coro, verdadero protagonista de este Réquiem, e interpretado por el Orfeón Donostiarra, cantó con absoluta pulcritud, con un gran trabajo de claridad en las secciones fugadas. Las diferentes cuerdas sonaron homogéneas y empastadas, destacando la calidez del canto piano, pero el color de las sopranos pecó de un exceso de blancura, casi aniñado en algunos pasajes. Pecó también el coro de muchas entradas blandas, poco decididas, que, si bien es cierto que Iván Fischer no marcó con la suficiente claridad, la obra es más que conocida por el Orfeón como para poder demostrar un poco más de seguridad y autonomía.
Esta “dejadez” de Fischer respondió a su preocupación por construir una versión propia de la archiconocida obra, cosa que consiguió con una meditadísima, coherente y, a la vez, sorprendente elección de tempi, una puntillosa atención al fraseo y al acento prosódico y ciertos contrastes dinámicos, así como un cuidado interés en los diferentes colores orquestales –de nuevo, como el día anterior, es necesario señalar aquí el brillantísimo desempeño de los trombones, incluyendo, cómo no, el famoso Tuba mirum, interpretado con excelencia por el segundo trombón–.
Ahora bien, hay una cuestión principal llamativa que genera varias reflexiones consecuentes: ¿cómo es posible que, una formación como la Budapest Festival Orchestra, con solo cuarenta músicos para interpretar el Réquiem y una atención casi obsesiva por la sonoridad, participe con un coro de ciento catorce integrantes, cuando una obra de estas características no requiere más de sesenta, siendo generosos? Sin duda tuvo que resultar muy apetecible y gratificante para los orfeonistas participar en este concierto, tanto por la obra como por la orquesta y el Maestro, pero deberían primar siempre en conciertos de estas características las cuestiones musicales. Además, aun teniendo en cuenta que esta orquesta posee un amplio volumen sonoro del que ya hemos hablado y que eso puede permitir incrementar ligeramente el número de voces participantes, no es natural que más de cien voces se equilibren con 40 instrumentistas, dejando claro que el coro no tuvo la presencia que se le espera a una masa de ese tamaño.
Pese a la decepción de Réquiem, la Budapest Festival Orchestra demostró su gran nivel y su atención al detalle, guiada por un Iván Fischer que, carismático, enérgico y concienzudo, destacó por su control, su visión musical y por ese je-ne-sais-quoi inconfundible de su sello personal.