
Bilbao, miércoles 4 de junio de 2025. Euskalduna Jauregia. Gustav Mahler: Sinfonía número 7. Euskadiko Orkestra. Alexander Bloch, director. Aforo: 2.164 personas. Ocupación: rayando los tres cuartos.
JOSEBA LOPEZORTEGA
El intervalo entre la Sexta y la Séptima sinfonía fue para Mahler un período de extraordinaria fertilidad creativa. En los veranos de un corto intervalo de intensa concentración, no solo completó una de sus sinfonías más rabiosas y personales, sino que avanzó en la elaboración de la Séptima, una obra de una complejidad formal abrumadora y fascinante, expresiva y oscuramente visual. Este impulso arrollador de Mahler produjo también los dos últimos Kindertotenlieder y el estreno de este ciclo apacible y a la vez atormentado, así como la orquestación final y la interpretación pública de los Rückert-Lieder.
Sólo la facilidad con la que Mahler transitaba del universo sinfónico al vocal ya habla de una mente en absoluta efervescencia, determinada a explorar nuevas fronteras expresivas y formales, nuevos colores, nuevas sonoridades. Una mente en cierto sentido enajenada, entregada a una búsqueda insaciable. Bruckner era pródigo en preguntas, Mahler lo era en respuestas; pero es difícil saber a qué cuestiones respondía. El frenesí compositivo que enmarca la gestación de la Séptima es feroz y lleno de aparente desorden, luz y claroscuro, y acaba por cuestionar radicalmente tanto la forma y el lenguaje musical como la viabilidad de una comprensión crítica y racional, sólida y satisfactoria. La Séptima roba a la burguesía melómana su búsqueda de certidumbre, de programa, de control y cómoda previsión. También parece retratarla con la ironía, la lucidez y el misterio indescifrable del Rembrandt de La ronda nocturna. Lo que tienen en común el lienzo y la Séptima es, principalmente, la sociedad autocomplaciente y huera a la que miran, una sociedad percibida y retratada como un simulacro.
Mahler, siempre inquietante, encontró hogar y voz una vez más en la Euskadiko Orkestra, una formación muy familiar al sinfonismo del maestro bohemio tras un periodo relativamente amplio, y no pocas veces brillante, de adiestramiento en las grandes obras del repertorio romántico y posromántico; ese fue el terreno del mandato musical de Robert Treviño y probablemente el rasgo por el que se le recuerde. Alexander Bloch es desde luego un maestro muy diferente al norteamericano, muy respetuoso con el sonido: alguien que pinta a Mahler, no alguien que le esculpe. Interpretar este Mahler de la Séptima, que más allá del gran aparato orquestal posee unas cualidades sonoras casi camerísticas, implica asomarse al abismo de un mundo cuya belleza reside en las contradicciones y tensiones que palpitan bajo la superficie; lograrlo con la calidad ofrecida en este programa implica una gran labor colectiva y habla de una dirección que sólo puede merecer un elogio encendido. Bloch dirigió desde un doble respeto: a la música y a la madurez del público. Salí del auditorio feliz y agradecido. Espero poder disfrutarle de nuevo y pronto.