La verdad del arte: la Adriana de Cilea en ABAO

Bilbao, sábado 22 de noviembre de 2025. Palacio Euskalduna. Adriana Lecouvreur, ópera en cuatro actos con música de Francesco Cilea y libreto de Arturo Colautti, basado en la obra de teatro Adrienne Lecouvreur de Eugène Scribe y Ernest Legouvé. Fue estrenada el 6 de noviembre de 1902 en el Teatro Lírico de Milán.
Adriana Lecouvreur, María Agresta. La Principessa di Bouillon, Silvia Tro Santafé. Maurizio, Conte di Sassonia, Jorge de León. Michonnet, Carlos Álvarez. Mademoiselle Jouvenot, Olga Revuelta. Mademoiselle Dangeville, Anna Gomá. Il Principe di Bouillon, Luis López. Quinault, José Manuel Díaz. Poisson, Josu Cabrero. L’Abate di Chazeuil, Jorge Rodríguez-Norton.Un maggiordomo, Martín Barcelona.
Bilbao Orkestra Sinfonikoa. Dirección musical, Marco Armiliato. Coro de Ópera de Bilbao. Director del coro, Esteban Urzelai. Maestros repetidores, Itziar Barredo e Iñaki Velasco.
Dirección de escena, Mario Pontiggia. Escenografía, Antonella Conte. Iluminación, Andera Ledda. Vestuario, Marco Nateri. Coreografía, Luigia Frattaroli.
Producción, ABAO Bilbao Opera y Fondazione Teatro Lirico di Cagliari. 74ª Temporada de ABAO Bilbao Opera.
JUAN CARLOS MURILLO
“E che cercate voi?”, “¿Qué es lo que buscáis?”, pregunta el príncipe a Adriana tras su primera y definitoria aria. La verità, la verdad, responde ella.
Presentó ABAO Bilbao Ópera en la noche del 22 de noviembre, apenas dos días después del 75 aniversario del fallecimiento de Francesco Cilea, acaecido el 20 de noviembre de 1950, una versión conmovedora de Adriana Lecouvreur, bajo la experta batuta del maestro Marco Armiliato y con puesta en escena de Mario Pontiggia que aúna elegancia, claridad e intensidad emocional, en una velada en la que todo funcionó: la orquesta, las voces, la escena, la tensión constante entre lo aparente y lo real.
Esta ópera nos habla de Adrienne Lecouvreur, actriz de la Comédie-Française en la Francia del siglo XVIII, pionera de un estilo interpretativo más naturalista, que rompía con la declamación teatral barroca en busca de una verdad dramática y un mayor realismo en la escena. Tal y como señalaban Scribe y Legouvé en la obra teatral que sirve como base al libreto de Arturo Colautti, Lecouvreur era una actriz que no solo interpretaba la vida, sino que vivía para el arte.
Por su parte, Francesco Cilea (1866-1950), un compositor al que se suele incluir dentro de la ‘Giovane Scuola’, dialoga con el verismo, aunque de una forma menos cruda, menos directa que Mascagni o Leoncavallo, con un estilo deliberadamente elegante, que bebe del romanticismo tardío y de las influencias de la escuela francesa.
Desde el inicio, con la primera gran aria de Adriana, Io son l’umile ancella, se plantea ese manifiesto interior: soy una “humilde sierva del genio creador”, alguien que sirve a la verdad, al arte mismo. Un ideal casi filosófico, la creación como vocación, la entrega al teatro como forma de vida, un reconocimiento profundo de su papel vital: el arte como deber y como realidad. En su primera intervención Adriana define su mundo: no solo es actriz, es creadora y vehículo de algo mayor, de una verità que ella persigue. Esa verdad escénica es también su verdad personal. Y su trágica ruina.
La Bilbao Orkestra Sinfonikoa (BOS) se constituyó en pilar esencial de la velada bajo la diestra batuta del maestro Marco Armiliato, que hizo que la partitura se desplegara llena de matices sutiles, dinámicas claramente contrastadas y texturas precisas, mostrando una orquesta corpórea, a través de la cual líneas y leitmotiv emergen, desde simples esbozos hasta verdaderos pasajes que dialogan con la escena, en un doble plano sonoro, teatro versus drama interno, perfectamente definido.
El maestro supo proveer espacios cuando las voces los necesitaban y al mismo tiempo empujar con fuerza en los momentos de clímax emocional. Una habilidad, mantenerse en un segundo plano, firme y presente, sin eclipsar, difícil de adquirir y no siempre evidente. Todo esto Armiliato lo domina con solvencia. Destacaron especialmente sus transiciones, cambios de ánimo y de ambiente, entradas y salidas llenas de drama y de acción vertiginosa a las que la orquesta dotó de sentido y contenido escénico.
Maria Agresta combinó en su interpretación dulzura lírica con pasajes de gran tensión dramática. En Io son l’umile ancella apostó por una versión menos deslumbrante, más auténtica, como un susurro de idealismo entregado, que probablemente le acarreó cierta tibieza en los aplausos de quienes insistían en apostillar cada intervención. Una primera aparición sustentada más en la honestidad y el control que en la exaltación vocal.
Sus duetos con Michonnet (Carlos Álvarez) fueron emocionantes, aunque contrastados: ella a veces fluía más nerviosa, él más contenido. En los momentos más dramáticos su voz llegó a adquirir una carga casi wagneriana, mientras que en otros mostró una inseguridad vibrante, como parte de la construcción de un personaje vulnerable cuyo ideal de pureza teatral coexiste con el tormento humano. En su monólogo final del tercer acto, Giusto cielo!, y en sus intervenciones del cuarto, Poveri fiori y la escena del delirio, Scostatevi profani!, mostró mesura y dulzura extrema. Una declinación emotiva, más ajustada al ideal de mujer artista que muere entre su arte y su verdad.
Carlos Álvarez, en su rol del fiel y amable Michonnet, se constituyó en el segundo pilar de la noche. Su Michonnet fue tierno, entregado, el amigo-maestro y el amante silencioso, en una dimensión íntima que resulta clave en la obra: no es solo un protagonista secundario, es el contrapunto humano y afectivo, el elemento de realidad, la familia de Adriana.
Álvarez mostró su gran control escénico, una presencia tranquila y una musicalidad medida y equilibrada. Su monólogo, Ecco il monologo, fue elegante, con momentos de auténtico lirismo verdiano. Sus momentos con la soprano constituyeron algunos de los más emotivos y brillantes, para concluir, en el cuarto acto, con su acercamiento final a Adriana, mientras ella muere en sus brazos, subrayando así el profundo simbolismo de su personaje.
El tenor canario Jorge de León tuvo momentos brillantes, como en su aria L’anima ho stanca, donde su lírica relució con sinceridad y dulzura, que alternaron con otros de emisión más dudosa, pasajes de intrincado tránsito en los que se le percibió más tenso, con una emisión menos controlada. No obstante, fue creciendo a medida que la noche avanzaba, mostrando un gran dramatismo y un excelente desempeño en los dúos con Agresta, en los que su química musical resultó conmovedora, para redondear un solvente y entregado Maurizio en el dulce y emocionante cuarto acto.
Silvia Tro Santafé fue otra gran figura de la noche. Potente, brillante, dotó a su personaje de bravura y despecho, adaptando su registro y su estilo vocal con naturalidad al estilo de la obra y al carácter aristocrático, orgulloso y resentido de la princesa. El duelo con Agresta en su dúo del segundo acto fue vibrante y poderoso, una verdadera confrontación de divas, tanto vocal como escénicamente, que encaminó la tensión dramática de la obra hacia su desenlace.
Todo en Adriana Lecouvreur se mueve entre dos planos: la música, la trama, los personajes, las voces, la acción. Cilea y Colautti encomiendan el drama al cuarteto protagonista y articulan la comedia, la parte más bufa y grotesca, en torno al sexteto formado por los cuatro actores cómicos (Jouvenot, Dangeville, Quinault y Poisson), frente a quienes sitúan la pareja de poder (el príncipe y el abate). Son personajes, todos ellos, a los que los autores encargan la imprescindible labor de aportar contraste, perspectiva y realidad; una combinación de líneas aparentemente separadas que se complementan para mantener viva la dimensión teatral de la obra. Todos ellos destacaron a gran altura en sus respectivos roles, dotando a la obra de dinamismo y humor y cumpliendo con evidente eficacia con el papel encomendado por los autores. Caprichosos y veleidosos, unos, intrigantes y mezquinos, los otros.
El cuarteto formado por Olga Revuelta, Anna Gomá, José Manuel Díaz y Josu Cabrero destacó con dinamismo y precisión en sus intrincadas intervenciones del primer acto y con dulzura y gracia en el cuarto. Muy bien definida, por su parte, la pareja formada por el bajo Luis López, potente, claro y bien proyectado, en su rol del Príncipe di Bouillon y Jorge Rodríguez-Norton, en su convincente intrigante y mezquino, servilista, Abate di Chazeuil. El coro cumplió con elegancia y buen hacer con su breve intervención como acompañante del ballet.
La puesta en escena de Pontiggia fue otro de los puntos fuertes de la noche. El director de escena delimita diversas capas en la acción -el teatro dentro del teatro, los diferentes grupos y clases sociales, la separación entre drama y comedia, la teatralidad real y la fingida- aportando claridad y definición a una ópera a la que con frecuencia se acusa, injustamente, de tener una trama confusa y difícil de seguir. Pontiggia ejerce aquí como mediador entre la trama y el público, consiguiendo que esas capas se expresen y faciliten el desarrollo de la historia.
La escenografía —columnas de hierro forjado, cabrios de madera, una araña elegante, algo pastiche, que nos recuerda que estamos en un palacio—, neutra y ligera, consigue una actualización inteligente. Sitúa la acción con credibilidad, subordinándose al drama sin restarle presencia. El estilo arquitectónico, una referencia a la arquitectura de hierro y cristal de finales del siglo XIX, aporta modernidad sin romper con el espíritu histórico ni cargar la escena, estableciendo con naturalidad y sutileza un nexo más entre la obra y el público. Otro acierto escénico que aporta, además, una reducción de la escala del vasto escenario del Palacio Euskalduna, volviéndolo más real, más acorde con el mundo íntimo del teatro y del drama.
Una producción, en definitiva, que articula con éxito las múltiples capas de la obra: la actriz real que busca la verdad, la tragedia del amor, el teatro dentro del teatro, la música refinada y dramática de Cilea, el virtuosismo orquestal de Armiliato… Una apuesta por una lectura íntima, contenida, en la que se respira una autenticidad elegante, estructurada en torno a una concatenación de verdades pequeñas, de momentos íntimos, de contrastes entre comedia y tragedia, que nos muestra que la fuerza de Adriana Lecouvreur no está en lo espectacular sino en lo genuino y, especialmente, en esa armonía entre lo teatral y lo musical, fundidos esa noche en Bilbao en una verdad que solo la ópera puede ofrecer.








