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Jorge Luis Prats, pianista Foto: ©Decca / Ben Ealovega
Jorge Luis Prats, pianista
Foto: ©Decca / Ben Ealovega

 

Publicado en www.mundoclasico.com el 8 de abril de 2014

MUNDOCLASICO: Si la tapa de un Steinway se golpea, suena

Joseba Lopezortega

Bilbao, 02/04/2014. Sociedad Filarmónica. Jorge Luis Prats, piano.  Heitor Villa-Lobos: Bachiana brasileira nº 4; Enrique Granados: Goyescas; Isaac Albéniz: Jerez y Lavapiés, de Iberia; Félix Guerrero: Suite Havana; Carlos Fariñas: Alta Gracia; Ignacio Cervantes: Seis Danzas Cubanas; Ernesto Lecuona: Siempre está en mi corazón. Aforo: 930 localidades. Ocupación: 80 %

Prats es un músico fuerte y vigoroso; y también es insinuante y delicado, y lo es al mismo tiempo y de extremo a extremo. Desde la exhibición de fortaleza del Preludio de la Bachiana a la desmesura y el esplendor casi orquestal de la transcripción del Liebestod wagneriano de Franz Liszt, el primero de sus bises; desde su delicadísima y razonada conclusión de las Goyescas con “El amor y la muerte” al exhibicionismo virtuoso del Lecuona de Mazurka en Glissando, segundo y último bis, pura magia de juego y color encerrada en una caja fuerte aparentemente simple, pero cuya combinación no es fácil de cuadrar. Entre todas estas piezas, tan distantes entre sí y al mismo tiempo tan asombrosas, Prats no es un pianista que interpreta, sino que es un intérprete al piano. Un intérprete mayúsculo, potente y audaz; un monumento al eclecticismo, una suma de escuelas a la mayor gloria de un sonido de personalidad desbordante.

Su Bachiana fluctúa entre la fuerza y la fragilidad: explora e imbuye la sala de amplitud sentimental y generosidad en el Coral; es colosal en el Aria: bien expuesta, bien matizada, absolutamente honesta y marcando los contrastes con una solvencia de envidiable poder; y la Danza culmina una versión donde son extremas la audacia y la sobriedad, y en la que se hace patente la fuerza e innata musicalidad de un intérprete que hace suyo el instrumento, lo doblega, lo puede.

Quizá a veces ese sometimiento le sobrepasa, pero es por su entrega. Las Goyescas son muy marcadas y cargadas de dinámica; en el Coloquio de la reja a veces el sonido se hace persistente y un tanto amalgamado: no hay cautelas. Apasionado, volcánico, sin pudor o recato, insinúa que tras el enamoramiento están –en el grado que cada uno elija, claro está- no sólo la seducción, sino también el apareamiento; la amante no está quizá desnuda,  pero sí desprovista de abanicos y otros abalorios. El Fandango es fecundo, a la vez introvertido e impúdicamente expuesto, y Prats lo lee y lo materializa desde una altura convincente, creíble y llena de laberintos y complejidades: de nuevo un gran intérprete, superior al excelente pianista. Qué quieren, nada que ver con un virtuoso de laboratorio o una máquina perfectamente engranada. Prats es músico. Convierte las Goyescas en la exposición de un Granados prodigioso y en la radiografía de una España que a través del compositor y de otros como él miraba y trataba de abrirse al mundo, pero cuya realidad gravitaba y gravita en torno a la visión del genio de Fuendetodos. Un Granados magnífico, potente, que en manos de Prats no entiende la muerte como un drama o una claudicación, sino como una elegante rendición y una declaración: hasta aquí la vida y el amor, pues no es posible seguir más allá. Pero la vida ha sido en las Goyescas una aventura gozosa,  ha valido la pena. Existen en la partitura de Granados el placer, el instinto, el sabor de la piel y la consternación y turbación de las miradas; y existe un pianista que sabe arremangarse, o salir a tocar tras el intermedio en camisa rojo burdeos y tirantes.

Tras ese intermedio se contradice en buena medida la apariencia campechana y cálida, digamos tópica, de un pianista cubano que además va a hacer repertorio cubano. Su Albéniz es duro, casi marcial en Jerez, frágil y duro como un cristal: es la España que se ve desde fuera, desde la distancia de la modernidad, la avanzadilla de una Iberia ansiosa por avanzar y amenazada (cuando no frenada) por la España del pensamiento reseco, por la España yerma. Aquí Prats encuentra sonoridades transparentes, delicadísimas: tan sutiles y volubles como la propia historia. En Lavapiés Prats establece frente a toda duda una barrera, una distancia, una frontera: ni hay pianista cubano en la tarima ni hay España o Cuba salvo en los atlas, sino un intérprete capaz de cohesionar -sin mezclarlos- los dos mundos que recorre. Por eso pasa del Lavapiés de Albéniz a la Suite Havana de Guerrero, un compositor mucho mas reciente que inicia el paseo por unos territorios mucho menos transitados y, desde luego, mucho menos conocidos por el público (y a éste grupo, sin duda, me sumo yo).

Suite Havana es una estupenda música para que Prats se explaye con naturalidad y cierta ligereza; la obra es bonita y liviana, y funciona como el correr de una cortina tras la que está la luz. Pero no es una luz caribeña, no es una luz tópica, como no han sido tópicos Granados o Albéniz, o el propio Villa-Lobos. Es una luz que va surgiendo de las yemas y las teclas de este hombre piano y que dibuja una Cuba musical orgullosa de su propia producción musical y de su tradición pianística. Cuando hablamos de Prats no podemos olvidar al propio Lecuona, o al extraordinario Jorge Bolet, y para corroborar esa orgullosa, legítima e irrenunciable tradición vuela Alta Gracia, de Fariñas, una escritura maravillosa, a la vez popular y sumamente refinada; y después las Seis Danzas Cubanas, de Cervantes, hacia cuya conclusión Prats emplea sus nudillos como percutores. He aquí una declaración mayúscula. El piano no está para tocarlo, está para hacer que suene. Y vaya si suena: es, de hecho, un cómplice, una prolongación cuasi orgánica y una fuente de placer. El placer de hacer música.

Y aquí, tras este percutir que es en realidad un Manifiesto, llega Lecuona, con su conocida Siempre está en mi corazón. La simplicidad y belleza de esta composición pertenece a una escala distinta, pues establece el puente y cierra así el decurso del programa: frontera y vínculo entre lo popular y lo culto, a la vez cubana y raveliana; tan simple, tan cuidada, tan internacionalmente conocida como para ser quizá menospreciada por quienes pretenden ser peces exquisitos, casi extintos y nacidos para vivir en exclusivos acuarios. Pues sí, señor Prats, es posible y todavía es necesario demostrar que la gran  música puede ser sencilla y tarareable, y también enseñar que un pianista puede ser grande haciendo Chopin, Rachmaninov o el Lavapiés de Albéniz, pero también tocando para los amigos en un piano de bar o enseñando a una audiencia seria y prejuiciosa que la tapa de madera de un Steinway, si se golpea, suena.

Nota: fotografía por gentileza de Decca

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